Sentía que su
cuerpo no era el mismo, que estaba en un
proceso de transformación, como que ya no era de la misma especie, que cada día
avanzaba esa metamorfosis interna; pero en apariencia era tan igual e idéntico
al linaje de su mismo hábitat. Seguía avanzando con la corriente del río
amazónico, en donde escuchaba el canto de los pocos Jíbaros que se acantonaba
en las playas de las tierras peruanas. Escuchaba la alabanza a Etsa, dios del
bien; con esa música de la flauta hecha a base de carrizo, el tambor con las
pieles de los animales salvajes y las sonajas que sabían a sonidos de los
caracoles. Esas melodiosas notas que combinaban la flora y la fauna terrestre y
acuática. Ahí donde los dueños, amos y señores eran esas tribus quizá olvidadas
por los mestizos e indios de la colonia dejadas por los antiguos conquistadores
españoles, que danzaban con esa alegría contagiante porque sabían muy bien que
la pesca con “cerbatana” les iba a ser favorable, ya habían escuchado a su
deidad trasmitirle el sonido misterioso de su espíritu para la buena pesca.
En su avance escuchaba
ese “chaz”, tras “chaz” y el zangoloteo de las aguas del río que eran atravesadas
por los dardos de las cerbatanas, haciendo huecos a las aguas del río y
atrapando a la ictiología acuática por los Jíbaros o Shuar, que habían llegado
en familia para venerar a sus dioses y luego pescar de manera tradicional y
natural sin pleno conocimiento de la pesca con Timiu (barbasco), Masu (solo las hojas), Payah
(otro tipo de barbasco) y el Mayu. El jefe ordenaba la ubicación de los varones
de la tribu, sin excluir a las mujeres y los
niños de esta actividad milenaria. Pero esta vez la pesca era
contundente y amenazante para la especie que en sus entrañas iba sintiendo cada
vez a la muerte más cerca. Solo una suerte podía salvarlo de esa cacería
furtiva como los indios serían cazados por los invasores españoles con armas
completamente peligrosas y mortíferas.
Una vez más se
escuchó el pututo, caracola marina, que su viento sonoro transmitía el triunfo
y la victoria de los hermanos Jíbaros, después de una encarnizada pesca en
aguas quietas y cristalinas, sin que “Etsa” tuviera que luchar contra el mal.
Es decir, sin que el veneno vegetal se
escabulle sobre las entrañas del H2O, haciendo que el espíritu de la
muerte se mantenga en su territorio, sin “escaparate” a la vida misma. Etsa
había prometido a su tribu una buena pesca y cumplió porque no tentaron contra los
principios de la naturaleza, ni de la vida misma. Los nativos salieron
apresurados de las aguas del río, los niños y las mujeres con sus llicas llenos
de muchas especies ictiológicas. Saltaron y danzaron con el cardumen en mano,
la alegría se vivía en la Selva peruana, en esa lejana porción de territorio,
que para unos era el paraíso que quizá no lo conocían.
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